Una
fachada sin gracia y un largo balcón en el piso superior, encima de la puerta
de entrada, caracterizaba el caserío de Mitxel Idieder. El tejado, a dos aguas,
se prolongaba sin transición para cubrir también la cuadra, a su vez
prolongación del edificio principal.
No
se veía timbre por ninguna parte. El capitán golpeó la puerta con el canto del
puño. Al rato, una mujer que pasaba de los sesenta, con una bayeta atrapa-polvo
entre las manos, se asomó al balcón.
—¿Qué
desean? —preguntó, frunciendo el ceño.
—Capitán
Étienne Daguerre, de la comisaría de Ibai-Bero.
La
mujer lo observó forzando aún más el ceño.
—A
usted le conozco de verle por el pueblo —respondió la mujer.
—El
que me acompaña también es policía. Se llama Teo Coo y es comisario de la Ertzaintza, del País Vasco español.
—¿Es
gendarme?
—No,
solo me acompaña.
—¿Y
qué desean?
—Hablar
con Mitxel Idieder.
La
mujer dio señales de alarma al oír el nombre.
—¿Ha
hecho algo malo?
—No,
señora.
—Mitxel
es mi hijo.
—Pues
dígale que preguntamos por él.
—¿Cómo
ha dicho que se llama usted?
—Étienne
Daguerre. Dígale que el capitán de gendarmes Étienne Daguerre quiere verlo.
—¿Ha
hecho Mitxel algo malo en el País Vasco español?
—No,
señora. ¿Puede decirle a su hijo que salga a la puerta?, por favor.
—Mitxel
no está.
Étienne
hizo un gesto de contrariedad.
—¿Dónde
podemos encontrarlo?
—Está
pasando unos días en el monte, pero no sé cuando vendrá. Mitxel hace
supervivencia y se pasa días sin volver a casa.
—¿Sabe
usted en dónde hace la supervivencia?
—No.
—¿Sabe
de alguien que pueda saberlo?
—No.
De
la cuadra surgió un hombre corpulento que, por la edad, podría ser el esposo de
la mujer. Vestía vaqueros amplios, desgastados, y una camisa de leñador a
cuadros blancos y azules.
—¿Desean
algo? —preguntó.
—¿Es
usted pariente de Mitxel Idieder.
—Soy
su padre, Daniel Idieder.
—Capitán
Étienne Daguerre, de la gendarmería de Ibai-Bero. Tenemos unas preguntas que
hacerle a su hijo, señor Idieder, pero no se preocupe, es solo rutina.
—¿Preguntas
con respecto a qué?
—Con
respecto a la compra de unas lanzas.
La
madre de Mitxel apareció por la puerta. Llevaba un móvil en la mano.
—He
llamado a Mitxel, pero no contesta —dijo sofocada.
Al
padre de Mitxel también se le veía realmente preocupado.
—¿Puede
saberse qué pasa? —preguntó.
Étienne
le puso al corriente de los dos asesinatos. Nada que no hubiera salido en las
noticias y de lo que no pudieran estar al tanto los padres de Mitxel.
—Este
siempre ha sido un lugar tranquilo. No entiendo por qué están pasando estas
cosas —comentó el padre, apesadumbrado.
—Nosotros
tampoco, señor, y por eso deseamos hablar con su hijo, para que nos aclare
ciertas dudas —dijo Étienne.
—¿Creen
que nuestro hijo puede estar enfangado en esos crímenes? —preguntó el padre.
A
la madre se le escapó un gemido.
—Tranquilícense
los dos —dijo Étienne—. Ya les he dicho que simplemente se trata de hacerle a
su hijo unas preguntas.
—¿Tiene
su hijo un caballo? —preguntó entonces Teo.
El
padre dudó.
—Hay
un caballo en el caserío, pero es mío, no de Mitxel.
—¿Podría
enseñarnos ese caballo?
—Por
descontado. Síganme a la cuadra.
El
padre se dirigió a la cuadra y los demás lo siguieron; la madre iba nerviosa,
frotándose las manos. En la cuadra había media docena de vacas, además del
caballo. Un caballo negro, enorme, el más enorme que Teo había visto en su vida.
Las huellas de herradura de los moldes parecerían de juguete al compararlas con
las de aquel gigante.
—¿Es
un percherón? —preguntó Teo.
—Es
un shire, un caballo de tiro escocés. Son los caballos más grandes del mundo
—respondió el padre.
Teo
miró a Étienne y este negó con la cabeza.
—Gracias,
señor Idieder. Ya hemos terminado —dijo Teo.
—¿No
es lo que buscaban?
—Buscamos
un caballo de tamaño normal.
—Cuando
vean a su hijo, díganle que se pase por la gendarmería y pregunte por el
capitán Daguerre —dijo Étienne.
—Descuide —respondió el padre.
—Es un buen chico —susurró la madre.
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